miércoles, 27 de mayo de 2015

La pasta, el arroz, la pizza y la anorexia



Hay cosas de mi infancia que recuerdo a la perfección. Entre ellas, los golpetazos con los barrotes de la cuna. Siempre sin querer. Aun así,  casi todas las noches el destino jugaba a despertarme con el susto de un tropezón metálico. Los tengo muy presentes.  Recuerdo además que me gustaba poner el piececito sobre el metal frío a las tantas de la noche... era divertido. Sacaba el pie entre los barrotes... un  rato apoyaba la planta del pié y otro,  el empeine. Lo que no recuerdo es qué edad tenía... aunque imagino que mayor no era, porque todo eso pasaba en una cuna.

También recuerdo cuando mi madre con una sonrisa de oreja a oreja, nos decía que nos había hecho macarrones para comer. Mi hermana se relamía y yo no entendía cómo unos macarrones podían generar tanta ilusión. Ni para quien los hacía, ni para quien los recibía.

'Macarrooooooones', resonaba en mi interior. 'Con lo bueno que está un estofado... ¿ por qué le gustarán a mi hermana los macarrones?'
Para mí un plato de pasta, nunca fue un premio... de mi boca jamás salió un 'bieeeeeeen', cuando mi madre los anunciaba. 

A mi falta de pasión por la pasta, se unía el poco interés por el arroz... no entendía como podía gustar algo que por sí solo sabía a nada y que tenías que acompañar de una salsa para dotarlo de sentido. 

A todo esto, añadir que las salsas nunca fueron santo de mi devoción. Todo lo que podía comer sin... lo prefería, a disfrazarlo con una salsa de intrigante identidad. 

La pizza tampoco me gustó en exceso. Recuerdo, ya de mayor, mi poca emoción  cuando con los amigos el plan era ir a cenar una pizza. La misma sensación: una base insípida bombardeada de ingredientes para hacerla sabrosa (así lo interpretaba).

'No me gusta la pasta, ni la pizza, ni el arroz', debe ser la única verdad culinaria que he dicho en mi vida. Una de declaración de principios que, dada mi enfermedad, he tenido que argumentar con la precisión de un bisturí.

Durante años, sana y enferma, evité comer estos alimentos. Me parecían absurdos. Nunca los relacioné con el peso, ni con la figura. No me atraían... no había más. 

Al principio del tratamiento ni médicos ni enfermeras acababan de creer del todo que casualmente no me gustara ni la pasta, ni el arroz, ni las salsas. 'Es verdad, desde muy pequeña'... ni aun así!

Dice el refrán que si no quieres caldo, tomes dos tazas. Pues eso es lo que me ha sucedido a mí durante la recuperación: he tenido que comer pasta y arroz por partida doble. La intención: no dejar a flote la mínima sospecha que no lo comía porque lo había eliminado de un plumazo de mi dieta.

En mi vida debo haber cocinado tres paellas y algún plato de pasta más. Actualmente, el ránking ha mejorado en favor de la pasta y se ha estancado en cuanto a las paellas.

Así que cuando salgo a comer fuera suelo pedir arroz, pasta o pizza... y acepto sin quejarme una paella, una fideuá o unos macarrones cocinados en cualquier casa. Con disfraz incluido... también llamado salsa.

Estoy convencida que con los años recordaré el día que el arroz y la pasta me empezó a saber el doble que a vosotros.

Gracias por leerme!

Fuente de la imagen: PhotoRack


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