Fría y tensa... sin palabras en la boca y con la mirada en el subsuelo. Me pesaba demasiado darme cuenta dónde había llegado y eso me hizo entrar como un alma en pena.
Ingresé un miércoles a las 9 de la mañana y aunque las enfermeras me contaron bien cuál era la dinámica del hospital, una no se lo imagina hasta que está dentro.
Suelo llegar a los lugares antes de hora... es uno de mis defectos. Así que sobre las 8.40 ya estaba por los alrededores del hospital, sin saber qué hacer y con unas ganas terribles de huir.
La noche anterior no había pegado ojo... hacía muy pocas horas que el doctor me había hablado del ingreso y lo desconocido y el miedo me quitaron el sueño.
Sin tiempo a digerir mi futuro más inmediato me vi en el metro camino del hospital. No fui sola, las lágrimas, la tristeza, la ansiedad y los nervios, también venían. A mi madre quise ahorrarle ese mal trago. Más, teniendo en cuenta que las noches las podía pasar en casa.
Me asustaba todo: lo que me iba a encontrar y lo que no. Me sentía tan sola que a cada paso hacia el hospital me volvía más pequeña... más poca cosa. Insignificante.
Al entrar, las enfermeras siguieron la rutina de cualquier nuevo ingreso. Me midieron, me pesaron (sólo con ropa interior y de espaldas a la báscula) y me tomaron la tensión. Me preguntaron si había vomitado, desayunado o ayunado. Como respuesta: dos síes y un no.
¡Lista para entrar en el hospital! 'Te esperas en la sala, junto a tus compañeras y ahora os llevaremos a desayunar'. '¿Qué compañeras?', pensé yo. Entré sin alzar la vista y me fui directamente a una butaca. Automáticamente sentí como un puñado de miradas se clavaban en mi nuca.
A los pocos minutos entró la enfermera jefe, Victoria, e hizo las presentaciones. Conocí a las chicas con las que iba a pasar la mayor parte del día y también unos cuantos meses. Con las que desayunaría, comería y merendaría... con las que haría terapia y lloraría... y a la larga, las chicas con las que reiría.
El primer día fue largo y denso. Se me hizo interminable. No abrí la boca para hablar y las reglamentarias para comer. Compartir mesa con personas desconocidas me incomodaba. A su vez, las enfermeras nos vigilaban. Nadie podía levantarse hasta que no terminara la bandeja. Sin excepciones.
Y así en cada comida... las seis de la tarde no llegaban nunca, hasta que al final la hora se hizo. Necesitaba salir de allí y que el aire me refrescara la cara... una y otra vez, sin parar. Fui a casa a pie. Caminaba y lloraba. En el mismo silencio que había estado todo el día. No era capaz de asumir lo que estaba viviendo.
Al llegar, mi madre quiso saber todo pero las fuerzas sólo me llegaron para tenderme en el sofá y esperar la hora de la cena. 'Mamá cuando yo me vea más entera ya te contaré. Ahora me resulta imposible', le dije.
Caí rendida en la cama y antes de lo previsto se había hecho de día. Tocaba ir al hospital. Quedaba un día menos para mi recuperación.
Gracias por leerme!
Fuente de la imagen: photorack
Me pone la piel de gallina! !!
ResponderEliminarValiente.
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