lunes, 30 de marzo de 2015

¿Por qué contar y no callar?


Una con el tiempo se ha vuelto astuta. Lo suficiente como para fingir un disparo a puerta por la banda derecha y marcar un gol. No tengo ni idea de fútbol y en mi vida he chutado un balón, pero me identifico con la emoción de los jugadores cuando logran despistar al guardameta.

Me he pasado muchos años de mi vida vistiendo la camiseta de portero. En frente, una jugadora tenaz y constante que me ha marcado goles hasta la humillación. Lo raro: salir del terreno de juego sin lágrimas.

Así hasta que la astucia me invitó a descubrir que mi lugar no estaba la portería. Fue tan sencillo y complicado como llegar a la conclusión que mientras estuviera en actitud de recibir golpes, nada iba a cambiar. Seguiría enferma.

Sentarse y reflexionar sobre las actitudes que minan la anorexia, no fue nada fácil. Era una declaración de principios y eso dolía tanto como despedirse por siempre de un ser querido. Estaba dispuesta a ir más allá.

El primer paso: salir del zulo en el que me había acomodado dónde la anorexia se alimentaba de oscuridad, soledad y silencio. La primera barrera que rompí... y, a la vez,  una de las que más he cultivado a lo largo de mi recuperación.

Contar me ha servido y me sirve. Sin entrar en  detalles sórdidos. No son necesarios y aportan entre poco y nada.  

Dar luz a mi problema, me ha servido y me sirve. Es la manera de evitar que la anorexia se reproduzca como el moho.  

Y es que el tiempo me ha demostrado que cuanto más me he sincerado, más aliados he cosechado. Así que la ecuación, cuando logras entenderla,  es sencilla:

A menos silencio y encubrimiento, más posibilidades de meter gol y ver como el portero abandona el terreno de juego con lágrimas en los ojos. 

Gracias por leerme!

Fuente de la imagen: PhpotoRack


viernes, 27 de marzo de 2015

Alerta: mal día. Se disparan las alarmas!


Hay días que una arrastra el ánimo como si fuera el bajo de un pantalón. Hoy es un día de esos. 
Y lo que más me inquieta no es el día en si. La vuelta de fantasmas recordándome  al oído quién soy, me pone mal... muy mal.

No sé deciros exactamente qué me tiene cabeza abajo. Una mala noche con un sueño recurrente: me despedían una vez tras otra, sin compasión!
Diego me ha tenido que despertar porque lloraba... en ese momento, estaba a punto de protagonizar un desplante onírico en toda regla: iba a decirle a mi jefa que si me iba a despedir, lo hiciera ya... que mañana no volvía!

Evidentemente un sueño largo y macabro, no es razón suficiente para abatirme. Ayer fui a dormir con la sensación de cosas mal hechas, otras por terminar y unas cuantas por resolver... y eso, me suele causar ansiedad.

Para empezar, he puesto los pies en el suelo más tarde de lo habitual. A las 10 de la mañana. Dividida entre sentirme mal por la hora y pensar que lo necesitaba!

Mi primer impulso: 'no desayuno, no me apetece... un té y ya está'. Tal cual lo he pensado he ido a la cocina y como un robot, sin pensar, he hecho el té y un par de rebanadas de pan con aceite y sal... sin opciones!


¿Por qué he actuado así? gracias a Anna (mi psicólga),  y al Doctor Soriano (mi psiquiatra), que hicieron un brillante trabajo conmnigo. Me enseñaron a tejer una red en la que poder caer... pero sólo cuando fuera estrictamente necesario.

En mi caso, la malla siempre está dispuesta ante posibles imprevistos. Me hace sentir segura. Y en los extremos, las personas capaces de sostener el revés (mi madre, mi pareja, mi amiga Mª José y yo misma).

Es nuestra hoja de ruta. Así que cuando el día se complica, la desplegamos para seguir las instrucciones al pie de la letra, con el cuidado y rigor de la primera vez.

El primer paso depende sólo de mi y es un ejercicio de honestidad: ¿sigo en el frente?, me pregunto. Si la respuesta es sí, mi madre, mi pareja, mi amiga están al corriente... como abejas obreras conocen a la perfección el papel a desempeñar.

La Loli, ya ha venido a verme. Sé que a lo largo del día sonará el teléfono varias veces. Será ella. '¿Has comido...qué has comido?', me preguntará sin remilgos. Antes, se ha encargado de echarle un ojo a la nevera. 

Diego, sabe..las penas me las cura llevándome a merendar pastel de zanahoria. Aunque mi lema de hoy sea que no tengo hambre. También sabe que hoy le tocará hacer la comida, pero nada le sabrá mejor que comer juntos. 

'MJ', no me deja ni a sol ni a sombra. Me pedirá, como todas las veces,  que le cuente cualquier cosa... por fea que sea. Me permite descargar, contar, compartir... sacar hacia fuera y no dejar dentro.

Tres pasos que me sostienen y no me dejan perder el Norte. Un Norte que puede virar sigilosamente a Sur cuando sientes que el ánimo te roba el hambre.

Gracias por leerme!

Fuente de la imagen:PhotoRack.net

miércoles, 25 de marzo de 2015

El monstruo de 7 cabezas



¿Os acordáis de Mario Bros? Cuántas tardes de mi adolescencia no habré pasado intentado superar los niveles de este vídeo juego!
Nunca fui una chica de maquinitas pero mi hermano Álex y yo nos llevamos 12 años. Así que cuando al peque de la casa le tocó el momento de entrar en contacto con el mundo virtual, le hice de acompañante

Álex iba pasando niveles, pero cuando llegaba una pantalla complicada recurría a mi para que le pasara... 'Chan, ayúdame. Que siempre me matan!' Me faltaba tiempo para dejar lo que estaba haciendo y alargar la existencia virtual de mi hermano. A mi manera, lo ayudaba a llegar lejos.

Con los años Mario Bros me ha dejado muy buen recuerdo. Nada más escuchar su música, me pasa como al perro de Pavlov con la campanilla. Me pone alegre y se despiertan mis instintos. 

De mayor no he seguido jugando. Sólo cuando mi hijo Marc descubrió que había un aparato llamado videoconsola, hice lo propio. Nuestros juegos de cabecera eran Mario Bros y Lara Croft. Hasta que se le pasó la fiebre!

Dicen que de un buen libro o una película siempre se puede sacar una lectura. Pues os diré más, yo de Mario Bros hice la mía.

Gracias a mi hermano descubrí que las batallas se libran poco a poco... por etapas y que sólo se llega al enfrentamiento final si antes has pasado unas cuantas bolas de fuego, paredes correderas o puentes levadizos.

Empaticé con el fontanero de moral inagotable... ¡Pobre!, pensaba. Después de perder la vida en pasillos imposibles, terminar chamuscado la mayoría de veces y  quedarse sin energía... siempre le quedaba la batalla final.

El cuerpo a cuerpo con un monstruo indestructible, habitualmente de siete cabezas y con una energía capaz de terminar con la humanidad al completo!

Si Mario quería seguir vivo  y conseguir sus objetivos, tenía que aceptar el reto. Muy a pesar de las veces que hubiera caído.

Tal cual me planteé mi recuperación. Necesitaba pasar niveles, unos más duros que otros, para armarme de valor y enfrentarme al temido bicho. Sólo los golpes, las recaídas, los game over, me darían fuerza para la batalla final. 

Y es así como sucedió:

Después de muchas peleas con la comida, la ropa y con mi cuerpo... llegó la gran cruzada. Esa que debía afrontar a solas, sin la ayuda de nadie. El día del enfrentamiento tenía que tener claro cuál era mi bando y a por todas!

Vencí a mi mente. LLegué al final, como Mario. Y me quise con el mismo amor que mi hermano cuando le pasaba las 'pantallas chungas'.

Ahora y para siempre, me acompañan una serie de trucos, pasadizos secretos y vidas extras que jamás olvidaré dónde conseguir.

Gracias por leerme!





lunes, 23 de marzo de 2015

Tú y yo somos tres. La anorexia en pareja.


Dicen expertos y entendidos que la sinceridad es vital en una relación. Si no la hay, falta todo.
Es cierto, pero a mi me gusta creer que la sinceridad es como la sal... hay que encontrar la medida justa. Cuando falta, todo sabe a nada. Y si nos excedemos, la intensidad mata lo bueno y exagera lo malo.

Me casé muy joven,  a los 23 años. Blanca y radiante, como todas las novias de la época. A esa edad, sin saberlo,  ya sufría de anorexia pero yo ni tan sólo le otorgaba la categoría de problema... y mucho menos, de enfermedad. Así que decidí no contarlo. 
Nunca me ha dado por pensar que mi decisión fuera alevosa, pero sí he reflexionado sobre lo injusta que fue la situación para el que iba a ser mi marido y de lo mal que me porté.


No supo, intuyó, ni sospechó nada durante 6 años... el tiempo que estuvimos casados. Tampoco de novios. De hecho, no fue hasta pasados los treinta cuando me sinceré. Sólo pude pedirle perdón


Le costó creerlo, ¿cómo podía ser posible si nunca había notado nada? Sin saberlo había convivido con ayunos, vómitos y restricciones, bajo el mismo techo que yo. Todo le supo a nada.

Esto que os acabo de contar, es la unica cosa de mi vida que me hace sentir realmente mal. ¿Cambiarías algo de tu pasado?, a veces nos preguntan. Sí, yo sí.


Le hubiera dado a mi pareja el derecho a saber que se estaba casando con una persona enferma. Una y mil veces le hubiera dado derecho a elegir.


Afortunadamente, con los años aprendí. Jamás iba a jugar con la vida de nadie más
A los 41 me volví a casarTenía claro que si nos queríamos, era con lo bueno y con lo malo de cada uno. Sin trampas

Sólo Hacía una semana que salíamos cuando le conté a Diego que tenía un trastorno alimentario  del que me estaba recuperando. Le di derecho a elegir. No dudó.
Desde el principio encontramos el equilibrio para que la enfermedad no estropeara nuestros pasos. Poco a poco fue retrocediendo... hasta marchar. Caminar en compañía me ayudó. Fue el impulso definitivo.

Sé que mi primera pareja también hubiera elegido caminar junto a mi, pero no le di la oportunidad. La enfermedad decidió por mi... era potente y me tenía atrapada. Mató lo bueno y exageró lo malo, como el exceso de sal.

Cada día pido perdón, una y mil veces...



Gracias por leerme!


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miércoles, 18 de marzo de 2015

Ochenta, ochenta y uno, (...), noventa. Cuando contar se convierte en una obsesión


Desde bien pequeña tengo debilidad por contabilizar cualquier cosa... sumar las matrículas de los vehículos, las rayas de los pasos de peatones, las veces que aparece el perro o el gato en un estampado. Los expertos lo llaman, aritmomanía o manía aritmética. Y a mi, lejos de preocuparme, me divierte.

Tenía 7 años cuando sus Majestades de Oriente me trajeron una caja registradora de juguete. Con su cajón, sus billetes y monedas. Son incontables las horas que me pasé en la cocina, junto a mi madre, cobrándole cualquier cosa que corriera por encima del mármol. '¿Este paquete de arroz? son 100 pesetas, señora'... y así hasta agotar la paciencia de la Loli.

La pasión por las máquinas registradoras no se me ha pasado todavía. Uno de mis sueños: tener una de las antiguas... de esas que cuando le das a la manivela, produce un estruendo que parece partir la tierra en dos. 

Nunca fue más allá de un juego, hasta el día que usé mi facilidad para contar y sumar con otros fines. Sabía que algo en mi no funcionaba bien. 

Estaba especialmente sensible con mi aspecto. No me gustaba mi cuerpo y me empeñaba en pensar cómo conseguir la figura ideal.
Una amiga me dijo: 'Para no engordar, lo que tienes que hacer es contar las calorías de los alimentos y también los hidratos de carbono'.

¡Dicho y hecho! a partir de ese momento, descubrí las etiquetas y toda la información que viene en ellas. Creo que no hace falta contaros qué sumaba y qué contaba, supongo que os los imagináis (en caso contrario, os lo cuento en privado).

Ir al super se convirtió en algo parecido a una tesis doctoral... no se escapaba un sólo decimal. Todo, con la finalidad de controlar cualquier cosa que fuera a ingerir. E incluso descartar alimentos, si creía que sobrepasaban los gramos permitidos.


Así durante años: convencida de que si no lo controlaba, me iba a convertir en algo parecido a un zeppelin. Y no sólo eso, me convertí en toda una experta en saber qué alimentos eran más grasos y tenían menos hidratos o qué marcas aportaban más fibra y menos azúcares. 

Mantener esa manía tan fácil de alimentar, me agotó. De tal modo, que ahora no miro ni una triste etiqueta. En mi caso, sé lo que hay al final. Así que decidí que no me apetece volver a cruzar ese puente.

Ahora dedico el tiempo a otras cosas. Más útiles y sanas. Es posible que mi agilidad para el cálculo mental no esté tan entrenada, me trae sin cuidado.
Mientras, todos los años les pido a sus Majestades una máquina registradora y creo que nunca lo dejaré de hacer. Sueño con darle a la manivela, causar incontables estruendos y con una sonrisa decir: 'Su cambio. Gracias'

Gracias por leerme!

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lunes, 16 de marzo de 2015

'¿Tienes un trastorno alimentario?', me preguntó... 'No, ni hablar', respondí


Llevar un secreto a cuestas durante tantos años me hizo desarrollar una habilidad especial: dar explicaciones cuando nadie me las pedía.

Se trataba de un mecanismo de defensa que se ponía en marcha antes de que pudieran preguntarme algo que sabía me iba a incomodar. Mejor dicho, enfadar.


Así es como me sentí la primera vez que me preguntaron si tenía un trastorno alimentario: enojada, incómoda, iracunda, violada... de todo menos con ánimos de confesar.


Todo sucedió muy rápido y de modo inesperado. Tenía 30 años y estaba en la consulta del dentista. Era una doctora. La cuarta visita juntas... 

Sin esperármelo, soltó por la boca: '¿tienes un trastorno alimentario, vomitas mucho? Tienes los dientes completamente desgastados'.

Mi cabeza había aprendido a dar explicaciones pero no estaba preparada para responder preguntas y menos de ese tipo. Todavía hoy admiro la valentía y profesionalidad de aquella odontóloga que odié con todas mis fuerzas.

No dudó ni un momento. Me miraba fijamente a los ojos mientras esperaba una respuesta.

'No', contesté, pero la doctora no tuvo suficiente. Me seguía mirando. En ese momento, se me atropellaron los argumentos a la misma velocidad que la rabia. 

'No, ni hablar. ¿Yo un trastorno alimentario? ¡Si soy madre!...¿cómo se te puede ocurrir preguntarme eso?'

Supongo que mi explicación no fue nada convincente. Al contrario, me delató más.
La odontóloga terminó el tema diciendo: 'bueno tranquila' y siguió con su trabajo, como si nada. Aquella noche no dormí. Fue la última vez que puse el pie en aquella clínica.

Después vino otro dentista. El Doctor Colls. Había pasado un año desde aquella 'estupidez'. '¿Qué te pasa en los dientes? los tienes desgastados como si vomitaras mucho. ¿Tienes un trastorno alimentario?'
'No', respondí. 'Me lo han dicho más de una vez, pero nada que ver'. Así remate el tema, pero esta vez sin llorar.

A los 37 años aterricé en la consulta del dentista... mi actual dentista, Ivailo. Fui con mi madre y juntas le contamos que la anorexia me había destrozado la boca. Lo primero que hizo, abrazarme y darme la enhorabuena por ser tan valiente. Inmediatamente, se puso a trabajar para borrar las señales de la enfermedad.

A partir de entonces, me di cuenta que mentir era lo peor que había podido hacer. A partir de entonces, con la verdad por delante!

Gracias por leerme!

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viernes, 13 de marzo de 2015

El espejo y la anorexia




Mirarme al espejo, lo primero que hago nada más levantarme. Lo que veo: mi cara con sueño por terminar... el pelo alborotadísimo y alguna marca de las sábanas. Lo mejor: me miro sin miedo, aunque sepa que lo que voy a ver quizás no sea de mi agrado.

En todo este tiempo de enfermedad, he aprendido que el espejo nos devuelve nuestra propia imagen, a pesar de que a veces no nos guste. También, que lo que vemos no es razón suficiente para desencadenar nada que vaya más allá de un simple bufido o una sonrisa.

Puede pareceros evidente, pero este ha sido uno de los ejercicios más costosos de todo el proceso: entender e interpretar correctamente lo que estaba viendo en el espejo.



Uno de los días que tuve consulta con el psiquiatra le pregunté: 'Doctor, ¿yo me veo gorda porque mi cabeza funciona mal o son mis ojos?'. A lo que inteligentemente respondió: 'si tus ojos no funcionaran, no verías nada bien'

Dicen que a las personas con trastornos alimentarios no  nos gusta mirarnos al espejo... que huimos de ellos. Siendo honesta, tengo que confesar que a mi me causaba tanta atracción como repulsión

¿Por qué? tan sencillo como que cuando veía lo que me gustaba... un aspecto huesudo y unos pantalones que podía bajar sin desabrochar, era feliz. Me recreaba el tiempo que hiciese falta. Incluso llegaba a pensar que podía llegar un poco más lejos para que los huesos de las caderas se me notaran un poquito más.


Cuando la imagen del espejo no era lo que esperaba... se desencadenaba un desastre mayúsculo. Empezaba el castigo: primero, decidiendo que no iba a comer más. Y segundo, repitiéndome una vez tras otra lo inútil que era por no conseguir mi objetivo. 

Quizás entendáis un poco mejor porque deseamos y odiamos la misma cosa a la vez.

El espejo, con el que me tuve que reconciliar poco a poco, fue una de las primeras señales de que algo funcionaba mal... la primera y una de las más difíciles de resolver.
Entre otras cosas, porque lo conviertes en un tótem. Para mí, era una prueba irrefutable contra la que no valía argumento ninguno.

Ahora, como os he contado, mi relación con el espejo es sana... hay días que me olvido que existe. Otros, me paso un rato delante para escoger qué me voy a poner para ir aquí o allí.

Ahora sé que el espejo hace su trabajo y yo el mío. Y que lo que no funcionaba no eran mis ojos... lo que no funcionaba era la manera de procesar mi imagen.
No me aceptaba a mi misma y el espejo sólo era la punta del iceberg.

Gracias por leerme! 

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miércoles, 11 de marzo de 2015

La anorexia y yo (I). ¿Quién es la víctima, quién el verdugo?


Desde bien pequeña tuve debilidad por los personajes con doble personalidad (tanto reales, como ficticios) . 'Doctor Jekyll y el Señor Hyde' o el 'Hombre lobo', entre otros, llamaron siempre mi atención.
¿Cómo una persona podía ser de un modo y a la vez, todo lo contrario?, pensaba mientras los observaba tan hipnotizada como perpleja.

Me hubiera pasado horas diseccionando esas mentes prodigiosas. Capaces de crear su opuesto y defender ambas personalidades con la misma vehemencia.
No sé el por qué de esta atracción, pero quizás fuera la manera de ir entendiendo lo que luego pasaría en mi cabeza.

Años después me preguntaba por qué yo, al igual que ellos,  también era capaz de lo mejor y lo peor. Así es como me hacía sentir la anorexia: desdoblada

En décimas de segundo pasaba del amor al odio... de sentirme la mejor, a la peor. Y eso, entre otras cosas, era lo que determinaba si comía o vomitaba. Mi estado anímico y mi autoestima, tenían la última palabra.  


Me había divertido mucho intentando averiguar ¿quién era la víctima y quién el verdugo? en el caso de 'Hannibal Lecter' o el 'Barbero diabólico'. Un juego que se tornó amargo cuando decidí mirarme al espejo. Esa pregunta me acompañó las noches en vela, la mayoría... miles de horas en blanco intentando entender quién perseguía a quién

Comer cuando había prometido abstinencia o arrodillarme en el baño después de jurar que no volvería a suceder, creaba en mí un conflicto incontrolable ¿Por qué era capaz de traicionarme una vez tras otra? Durante años no quise dar con la respuesta. La intuía dura

Con el tiempo entendí que la anorexia se alimenta medias tintas... fue entonces cuando me respondí. 'Si soy capaz de lo peor, también de lo mejor'.
En ese momento, decidí que el juego de las víctimas y verdugos había terminado. No había tiempo que perder. 

Sólo entonces.


Fuente de la imagen: PhotoRack

domingo, 8 de marzo de 2015

La opiniones y las manchas de petróleo


No sé si alguna vez habéis necesitado sacar una mancha de petróleo de cualquier prenda. No es fácil. Menos, si tenemos en cuenta que la mayoría de veces el tejido queda muy perjudicado por el disolvente, el amoníaco o el aguarrás.
Internet está lleno de trucos para eliminar este carburante. Desde los más comunes y a mano de cualquiera (disolventes), hasta el que jura que las manchas se van con baba de perro.

Durante años, he sentido que estaba limpiando mi propia mancha de petróleo. El lamparón, sabía de donde venía pero me costó muchos años ponerlo en su lugar y darle la importancia que se merecía. Ninguna. 

Una opinión, poco afortunada, se extendió en mi interior con la fuerza del petróleo. Sin intención alguna de desaparecer.

Era junio, acababa de terminar el curso. Vino a casa una amiga de mi madre... la llamaré Marisa. Eran habituales sus visitas, así que ese día le presté la misma atención que el resto de veces. Entre poca y nada.


A Marisa le gustaba hablar... de lo que fuera. Ese día le dijo a mi madre: '¡Se está poniendo 'hermosota' la niña. Mira qué piernas y qué culo. Está gordota!
En ese momento sentí mi caída libre. A plomo. Duró muchísimos segundos y el golpe final, fue mortal.


Recuerdo perfectamente como iba vestida: camiseta Levi's de color fucsia y vaqueros por las rodillas.
Nada extraordinario para una chica de 15 años. O quizás sí, la camiseta me quedaba tres o cuatro tallas grande. Estaba convencida que la ropa, cuanto más ancha, mejor... menos marcaría mi silueta. 

Estaba claro que el comentario de Marisa no cayó en saco roto. Fue a parar al mejor caldo de cultivo

Hizo su efecto. En mi caso, no fue suficiente con maldecirla interiormente. Me quedó claro que había que hacer algo, pensé esto no puede ser. 'Basta de estar gorda!' 
No lo estaba y nunca lo había estado, pero yo me sentía gorda. 

Ese fue el pistoletazo de salida de una carrera que duró más de veinte años. Una carrera de obstáculos que empezó con los vómitos y terminó en un ingreso hospitalario.

Con los años, he aprendido a poner ese comentario en su lugar: en el comedor de casa de mis padres
También me dado cuenta de lo importante que es la prudencia. Sin crucificar a Marisa porque entiendo que eran otros tiempos, en los que casi nadie sabía lo que era la anorexia.

Ese día me quedó claro que nunca diría nada sobre el aspecto de nadie. Por ejemplo, si estaba más 'hermosota' o 'gordota' que nunca...
No sabía si el terreno estaba abonado, o no.Tampoco si el comentario se podía convertir en una mancha de petróleo.

Gracias por leérme!

Fuente de la imagen: PhotoRack.net

viernes, 6 de marzo de 2015

Los efectos de la anorexia (I)


El primero y el ÚNICO DESEADO fue la pérdida de peso. En un principio fueron tres quilos los que logré hacer desaparecer por arte de 'magia'. Adelgazar no fue el efecto más preocupante y eso, hizo que mi estado de ánimo se instalara en las nubes. Me hizo sentir capaz de cualquier cosa que me propusiera. Para mí era gratificante ver que me sobraban pantalones o que mis pechos habían menguado, más todavía si alguien me decía: 'qué guapa estás, ¿qué has hecho?'

'Un poco de dieta' era mi respuesta. Sin 
dar más detalle. Si lo hubiera hecho, la vergüenza me hubiera matado.

Con el tiempo, los efectos se fueron solapando. Todo, consecuencia de una enfermedad que jamás hubiera pensado que tenía.

Lo peor: los cambios de estado de ánimo y las alteraciones de humor. A eso le siguió la rigidez, la intransigencia y una cuantas cosas más, de las que jamás me sentí orgullosa.
'Yo soy así', argumentaba... pero con los años me he dado cuenta que la enfermedad me convirtió en un ser extraño. No me identificaba ni con mi cuerpo, ni con mi personalidad.

Aun así, prefería tener fama de 'mujer de armas tomar', que abandonar mi objetivo de tener un cuerpo 10.

Lo único que me ponía de buen humor era la sensación de hambre. Me recordaba que lo estaba haciendo bien y si la báscula respondía, la euforia  me hacía volar.

Sobre los 25 años, mis dientes estaban completamente desgastados. Tanto, que era habitual levantarme por las mañanas con pedacitos en la boca. Los ácidos gástricos estaban haciendo su silencioso trabajo. También en el esófago, casi siempre irritado. En definitiva, había días que me resultaba muy complicado masticar y tragar.

Las rampas nocturnas me mataban... cada vez más frecuentes e intensas. Años después, ya en tratamiento, una enfermera me contó que los calambres suelen acompañar a las personas con trastornos alimentarios. La causa: el déficit de nutrientes en el organismo. También me contó que disminuía nuestra altura y no fue un comentario baladí. En esos momentos, medía dos centímetros menos de lo habitual. 

A los treinta y pocos me tocó pasar por la consulta del dermatólogo: el pelo se me caía desmesuradamente . Nadie se explicaba el '¿por qué?'. Siendo honesta, yo a esas alturas sospechaba tener la respuesta... pero no abrí la boca. 

Sensación de frío hasta en agosto, fatiga mental y problemas de sueño son otros de los efectos que iba dejando en mí la anorexia y que se añaden a una larguísima lista que os seguiré contando en próximos días. 


Fuente de la fotografía: PhotoRack

martes, 3 de marzo de 2015

¿Cómo entró la anorexia en mi vida?




Lo tuvo fácil. Tanto como seducir a una jovencita de 15 años, desorientada y que se creía un patito feo. Nadie me lo había dicho jamás, pero yo me sentía así. El 'por qué' os lo conté en el anterior post... hoy quiero hablaros del 'cómo'. 

Fue tan silenciosa y discreta que nunca podía pensar que se me había metido un veneno en la cabeza. Pero así es como actúan los venenos, poco a poco y sin compasión. Al principio, no lo sentí como un peligro ya que los vómitos eran esporádicos y yo elegía el 'cuándo' y el 'cómo'.

Después del  verano, en el que ya había conseguido ese "novio" tan deseado, lo tenía muy fácil para no seguir con esta conducta... tenía lo que quería. Y sobretodo, me empezaba a parecer al resto de chicas

El problema empezó cuando me di cuenta que no podía parar esos vómitos.

Si salía, vomitaba. Si estaba nerviosa, vomitaba. Si me sentía insegura, vomitaba. Si me había peleado con mi madre, lo solucionaba en el baño. El vómito era mi talismán secreto, me daba la seguridad y la calma que necesitaba.

El trastorno fue a más cuando a mi conducta añadí los ayunos, la restricción de alimentos, el control de las calorías y los hidratos de carbono. El secreto cada vez se hacía más grande, inconfesable y con el tiempo, insostenible. ¿A quién le iba a contar que hacía todas esas cosas?

Quizás pasaron un par de años desde los primeros vómitos hasta que todos estos comportamientos (a la vez, a veces. Alternados, otras) se instalaron completamente en mi. No podía hacer nada... la enfermedad se había extendido como una mancha de aceite. Enseguida opté por auto convencerme que era la mejor opción y que si yo actuaba así era porque 'yo lo valgo'.

El descontrol, la tristeza, el mal humor, la acidez en la boca y la sensación de hambre se multiplicaron por los días del año. A los 17 ya estaba completamente atrapada en sus redes y el nivel de exigencia crecía, aumentaba, se hinchaba... me engullía.

No fue hasta muchos años después que pedí socorro, cuando la enfermedad me había dejado desvalida mentalmente y mi secreto pesaba toneladas. 

En ese momento había cosas que no se podían solucionar, ya estaban hechas. Otras, si... empezaba mi recuperación. 

Gracias por leerme!

domingo, 1 de marzo de 2015

Qué pretendo con este blog: Cómo plantar cara a la anorexia.



Si hace 27 años me hubieran preguntado si estaría dispuesta a escribir sobre mi trastorno alimentario, la respuesta hubiera sido tan clara como contundente: NO. 

La razón principal e irrebatible es que no podía escribir sobre algo que en mí no existía. ¿Quién podía decir que yo tenía un trastorno alimentario? Simplemente había escogido un modo de vida en el que la alimentación eclipsaba cualquier aspecto de mi vida... y aunque cada vez iba a más,  estaba convencida de poder ponerle fin en cualquier momento.

Hacía dos meses que había cumplido quince años, era verano...y ése fue el momento en que decidí que, para solucionar mis problemas, tenía que hacer algo con la comida. Los chicos nunca se giraban para mirarme dos veces...mientras, mis amigas estaban hartas de quitarse moscones de  encima. Tampoco tenía novio y si me proponía ligar, mi manera de vestir no era espectacular. Así que decidí que tenía que adelgazar, ahí estaba la clave del éxito!  Pero ¿cómo podía conseguirlo? Decirle a mi madre que quería hacer dieta me parecía algo imposible, más teniendo en cuenta que yo estaba mucho más delgada que mi hermana. Nadie me hubiera entendido. 

La razón aparente me daba demasiada vergüenza explicarla y la real: la falta de autoestima, todavía no la había descubierto. Estas fueron las razones que me llevaron descontrolar mis hábitos alimentarios... y empecé de la mejor manera que supe: vomitando la comida.

En aquel momento no existía internet y jamás había oído hablar de la anorexia, así que no pude consultar a nadie.

Las primeras veces fue de manera puntual. Recuerdo que vomitaba cuando tenía que salir. La discoteca o las fiestas del pueblo, eran motivo suficiente  para echar la comida. Tengo que decir que ese verano conseguí un ligue que convirtió mi filosofía en religión. 

Poco a poco y a una velocidad de la que no era consciente, fui encontrando más motivos para vomitar. Nadie se daba cuenta... entre otras cosas porque lo hacia fuera de casa. Como en todos los casos que he conocido a posteriori, con el tiempo fui subiendo el listón y aumentando el nivel de exigencia. 

A los vómitos diarios fui añadiendo la restricción de alimentos... la dieta constante... los alimentos prohibidos... la obsesión por la talla... el deseo de estar cada vez más delgada...

Pero esta obsesión se alimentaba de infelicidad y la infelicidad de vacío y soledad. 18 años tuve que pasar en ese infierno para poder reconocer que tenía un problema. Una enfermedad de la que yo no era culpable y que me había transformado en otra persona.


27 años después he decido escribir este blog para todos los que viven con un trastorno alimentario. No hablo de personas enfermas, sino de personas con ganas de superarse.

Familiares, amigos y hermanos sois parte importante de este largo proceso y con frecuencia, os sentís desamparados. Para vosotros, también es este blog.

Por esto, y para evitar que paséis por lo mismo que yo, hoy nace mi blog

Te doy la mano, ¿me acompañas?