Era miércoles y como todas las semanas, tocaba ir a la terapia de grupo. Hacía más de un año que me había puesto en manos de Mercedes.
Todo iba lo mal que se podía esperar: la anorexia destrozaba no sólo mis días, también las horas, los minutos y segundos... mejor dicho, se me había escurrido entre los dedos.
Buscaba un lugar donde hacer yoga y fui a dar con un centro en el que además hacían terapia de grupo. Cada miércoles era una dinámica diferente y eso a mí me atrajo mucho. Entre diez y doce personas nos reuníamos hasta las 10 de la noche. Así que recuerdo que fue un miércoles entre las 8 y las nueve de la noche. No alcanzo a más... sólo que era antes de Semana Santa.
Mercedes esa tarde preparó una dinámica sobre los secretos. Escalofriada, de pies a cabeza, escuché a Mercedes.
Hacía meses que estaba muy intranquila. Era consciente de arrastrar un peso que me aplastaba de la mañana hasta la noche.
Tenía la necesidad de compartir un secreto de varias toneladas, pero no me atrevía... tampoco sabía dónde, ni con quién hacerlo.
Supe de inmediato que ese día lo iba a contar. Estaba completamente segura. La vida me lo sirvió en bandeja y me sentí valiente para hacerlo.
Como si de un guión se tratara, después de charlar unos 20 minutos Mercedes preguntó: '¿alguien tiene un secreto que compartir?, ¿a alguien le apetece contar su secreto?'.
Antes de que mi cabeza pudiera reaccionar, se me cayó de la boca un 'yo'. Tan seco, como muerto de miedo.
Una de las cosas que más me aterraba y en la que ya había pensado, era la reacción de la gente cuando contara que vomitaba la comida. Me imaginaba ojos y bocas abiertas, y eso me asustaba. Quizás porque, desde hacía años, yo misma tenía la sensación de vivir con la boca y los ojos de par en par.
A partir de ese momento, los hechos se apelotonaron uno sobre otro. Pedí al grupo si le importaba ponerse una máscara de las que corrían por el taller. No quería ver la reacción de nadie. Fueron generosos,así que me vi frente a un grupo de 10 o 12 personas todas con una máscara blanca. No tenían expresión y eso era lo que yo necesitaba.
'Desde hace años cada día vomito lo que como. Nadie lo sabe, ni se lo imagina y yo no puedo más con esto'.
El silencio era atronador. Un parto seco había dejado al descubierto mi secreto... mi fantasma. Las lágrimas, que siempre me acompañan a todas partes, hicieron el resto.
Necesité tres días para gestionar lo que había pasado. El sábado llamaba a mi madre para pedirle que me llevara al médico. Intuyo que abrió los ojos y la boca más de lo que jamás hubiera imaginado, pero no lo vi.
Ese miércoles entendí que los secretos tienen la importancia que uno mismo les quiera dar. Mi descubrimiento me resultó cuanto menos contradictorio: existen porque se ocultan. A la vez, experimenté algo inesperado: cuando los cuentas, pesan menos.
Gracias por leerme!
Fuente de la imagen: www.photorack.net
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