Hay momentos en la vida que te abren los ojos como si te
abofetearan el alma. Son señales de las que solamente tú eres el receptor
universal. Una imagen, una conversación in
fraganti, una frase caída de un
libro. Instantes que provocan el caos interior.
Todavía recuerdo, como si fuera esta noche pasada, una madrugada
clarificadora. Dormía tranquilamente, todo
lo tranquila que mi conciencia me permitía, quizás por eso me desperté a media noche… el
sueño emprendió una fuga inesperada.
Como siempre, la radio en marcha.
Una mujer decía: ‘No sé qué hacer! Ella cree que no sé nada,
que no lo he descubierto… pero sólo la tienes que mirar para darte cuenta que
se está matando poco a poco’
Me quedé catártica, con las emociones congeladas. Era una madre
que aprovechaba la tranquilidad y complicidad de la noche para explicarle a una
desconocida que su hija ayunaba, vomitaba, tiraba la comida y otra ristra de
cosas escalofriantes que retumbaron en mi cuerpo, de cabeza a pies.
Un relato, una llamada a escondidas, que me tocó y hundió.
Desde entonces me pregunto ¿por qué desperté en ese momento?¿ Por
qué me conecté a aquella historia?
Poco me hizo falta para darme cuenta que aquella conversación me
esperaba. La tenía que escuchar para darme cuenta de cosas, para identificarme
y reconocer a los que sufrían en silencio por mí.
Años han pasado y con el tiempo he descubierto que la vida está
llena de alarmas que sólo una puede descifrar. Pero no sólo eso, también que
por cuestiones de supervivencia es mejor enfrentarse de cara a ellas, sin
excusas. Dejar que entren, exploten, reposen y hagan su efecto, como las
pastillas efervescentes que tanto odio y tan bien me van.
Todavía hoy estoy agradecida a esa madre que no conozco porque
sus lágrimas, que también fueron las mías, me acercaron un poco más al
principio del fin.
Gracias por leerme!
Fuente de la imagen: www.openphoto.net
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